
La señora Sigsby, la directora, y el resto del personal se dedican a aprovecharse sin compasión del talento paranormal de los chicos. Si te portas bien te premian. Si no, el castigo es brutal. Luke se da cuenta de que las víctimas van desapareciendo y son trasladadas a la Mitad Trasera, así que se obsesiona con huir y pedir ayuda. Pero nunca nadie ha escapado del Instituto..."
Luke Ellis es un niño prodigio: Inteligente, sensible, curioso. Pero lo que debería ser un perfil de ensueño para un futuro prometedor lo convierte también en objetivo: Es secuestrado, encerrado en una instalación en medio del bosque donde él y otros niños son torturados en nombre de un bien mayor. Pronto entenderá por qué él y no otro: Los que están allí no son niños corrientes, están dotados de habilidades sobrenaturales que los hacen desarrollar telequinesis o telepatía. Carentes de promesas, sus vidas se convierten en un juego de supervivencia frente a castigos cada vez más inhumanos.
King retoma su obsesión con la infancia —Propia de grandes títulos como It, Carrie o Firestarter— pero la desnuda de nostalgia. No hay bicicletas voladoras ni pandillas de verano; hay dolor clínico, electroshocks, drogas, traición. Y una pregunta que consumirá a los lectores: ¿cuánto vale una vida cuando se piensa en estadística? ¿Cuántos niños deben sufrir para evitar una catástrofe?
"Todo el mundo quiere ser el bueno en su propia historia. Incluso los verdugos."
La narración es adictiva, fluida, con ese estilo tan suyo que mezcla humor, crítica social y ternura. Es verdad que a veces no fluye con absoluto dinamismo, pero no aburre. Va siguiendo la historia de sus distintos personajes y todos logran ser lo suficientemente interesantes. Pero no nos engañemos: El Instituto no es solo una distopía con adolescentes. Es una acusación sutil hacia el mal moderno: los procedimientos, las órdenes, las caras sonrientes de quienes creen que el fin justifica los medios. La burocracia del horror.
Tampoco es una historia muy alejada de la realidad, se sienten ecos de esa américa obsesionada con el control y la seguridad preventiva. Una estampa oscura, sí, pero siempre con un enfoque empático que nos obliga a cuestionarnos todo cuanto se nos plantea.
A veces lo importante no es conocer el horror: Es estudiar la cicatriz que nos deja y cómo actuamos frente a ella.